Los accidentes vasculares en el cerebro, los ictus, que dejan sin riego
una zona por una obstrucción de un vaso sanguíneo, tienden a la baja entre las
personas que más los sufren, los mayores de 60 años, pero entre la población de
25 a 44 años ha crecido un 43% en los últimos diez años. El fenómeno es general
en todo el mundo occidental para los ictus isquémicos (no para los
hemorrágicos, cuando un vaso sanguíneo se rompe, que mantienen una frecuencia
estable). Las cifras se repiten en Estados Unidos, en Dinamarca o en Francia y
la línea ascendente se ha empinado sobre todo a partir de los 2000.
¿Qué ha cambiado? “La forma de vivir, los hábitos de vida, lo que
comemos, lo que fumamos, lo que no nos movemos, la forma de trabajar, la
presión, los horarios”, enumera Montse Bernabéu, responsable de daño cerebral
adquirido en la Fundació Guttmann. “El 90% de estos ictus analizados en 188
países tienen causas modificables”, advierte. Un estudio de este año publicado
en la revista Lancet Neurology concretaba que el 74% de los ictus jóvenes
estaban directamente relacionados con la dieta, el tabaco y un notable descenso
de la actividad física. También se culpa a la polución, hasta un tercio de
riesgo relacionado.
Las cifras de ictus infantiles son más estables, y a menudo esos
accidentes vasculares son consecuencia de cardiopatías congénitas o infecciones
(en el caso de Jack, junto a estas líneas, la causa fueron varios aneurismas
con los que probablemente nació y que nadie pudo advertir). Pero los hábitos
infantiles sobre todo en alimentación, que marcarán la salud y los riesgos
cuando se hagan mayores, son “una llamada de atención”, apunta Montse Bernabéu.
Colesterol, diabetes, hipertensión, un elevado consumo social de
tabaco, alcohol y drogas, más una forma de trabajar con exceso de presión y
horas a la par que con sobrada inseguridad son un cóctel venenoso para casi
todos los males que crecen, del cáncer al alzheimer pasando por los ictus.
Las secuelas de estos accidentes van de 0 a 100: unos ni lo sabrán o se
recuperan sin problemas, otros tendrán enormes dificultades para moverse, para
funcionar en cualquier aspecto de la vida. Otros no sobreviven.
“A nosotros nos llegan los que sufren consecuencias importantes”,
explica Antonia Enseñat, neuropsicóloga experta en rehabilitación cognitiva y
emocional en Guttmann. “Pero hay secuelas que sólo son identificables cuando se
realiza una exploración muy a fondo y que demasiadas veces pasan inadvertidas.
Observamos afasias, una incapacidad para hablar, escribir, comprender y leer,
en muchos afectados del hemisferio izquierdo; o conductas totalmente
desinhibidas, o apatías que no son en absoluto una depresión, con una ausencia
absoluta de conciencia de estos déficits, otro rasgo de la lesión. Muy a menudo
hay problemas de memoria inmediata que impiden desarrollar cualquier trabajo. Y
en los niños, déficits que dan la cara en la escuela y que no se pueden tratar
como un problema distinto, por ejemplo, de atención. Son parte de una lesión y
tenemos que tratarlo en conjunto”, explica la neuropsicóloga.
Ese trabajo conjunto o multidisciplinar supone una coordinación
absoluta de todos los rehabilitadores. Para empezar, la rehabilitación física
para caminar o mover los brazos, estirar músculos que se atrofian o no reciben
órdenes claras del cerebro dañado. También usan sistemas robotizados para
mejorar las funciones motoras, con robots que acompañan ejercicios más minuciosos
de la mano, por ejemplo, y que van aumentando la resistencia poco a poco. El
entrenamiento cognitivo con un programa de ordenador GNPT (Guttmann Neuro
Personal Trainer) que se puede hacer también desde casa, va recuperando
memoria, velocidad de respuesta, funciones que están dañadas por la lesión. Y
también en algunos casos, estimulación cerebral magnética transcraneal, una
técnica no invasiva que permite, por ejemplo, modular la parte del cerebro que
se sobreexcita cuando otra zona, la lesionada, no funciona bien, lo que acaba
impidiendo la mejoría en la zona dañada.
“Si no identificamos bien las secuelas cognitivas, emocionales y de
comportamiento y no ofrecemos un tratamiento adecuado a todas esos déficits,
muchos de los pacientes acaban en un centro de salud mental, cuando se trata de
una consecuencia de una lesión neurológica; o despedidos de sus empleos y nunca
se acaba de relacionar lo que ha ocurrido –falta de iniciativa, de reacción,
torpeza en una función que antes realizaban sin problema– con el ictus”, señala
Enseñat.
En el caso de los niños, los problemas van a pareciendo con cada etapa
de desarrollo, por lo que el seguimiento dura hasta los 16 años. Ese control
incluye, aparte de la rehabilitación múltiple, contacto con las escuelas para
que los profesores sepan cómo ir adaptando la enseñanza a ese cerebro que va
recuperando funciones y, a la vez, descubriendo nuevos problemas.
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